J.A. Labordeta

Eran los tiempos en que España andaba por el mismo color del NODO, en blanco y negro. Eran los tiempos en los que, de vez en vez, se detenía el aliento para escuchar al corazón y saber que todavía se seguía vivo a pesar de la lápida brutal que el franquismo nos había puesto a todos en la cabeza. Eran tiempos de miedo y de rabia, tiempos de sobrecogimiento y valentía, tiempos de demasiados silencios en la espalda. Y en esos tiempos, en esta ciudad más sobrecogida que otras, un grupo de destarambainados, mezcla de ácratas y aventureros, lejanos al leguleyismo y próximos a la utopía, trabajaban con la palabra, el gesto, la figura, el pincel y la rabia. Y con ellos iba el mundo adelante.

De entre los destarambainados sobresalía uno: Pío Fernández Cueto, perdedor de mil batallas, combatiente de todas, herido de amor por la poesía y por el hambre, caballero más cerca de hidalgo que de noble y que había desembarcado por estos lares huyendo de las hambres presidiarias, por el mero pecado de haber dicho poemas en los frentes republicanos. Llegó con la carga inútil y hermosa de de la poesía, y como pudo, sobrevivía en el duro esfuerzo de relatar palabras de Juan Ramón Jiménez, de Neruda, de Lorca, de Machado, de Alberti y de Salinas en años en que casi todos ellos estaban prohibidos. Y milagrosamente, sobrevivió. Nada hay más duro para la muerte que los tipos como Fernández Cueto.

Y aparcó por los lares de la casa paterna en la que Miguel, mi hermano, lo recibió dándole total albergue. Y el albergue se transformó en colaboración y un día, Pío, que andaba de camino en camino llevando sus poemas y poetas, le propuso a Miguel que le escribiese un texto.

– De un sólo personaje para mejor hacerlo sin compañía.

Mi hermano se metió en el asunto y se le complicó la cosa. En lugar de un texto de un solo personaje le salió la hermosa pieza de teatro de un hombre, una mujer y un maniquí, Saturno: Oficina de Horizonte. Y fue ten hermoso el pedazo de texto que sacó Miguel que decidieron, entre ambos dos y la cuadrilla más de heterodoxos saldubienses, poner en pie aquel cuidado texto en el que Angel sostuvo y sostiene una de las más hermosas luchas literarias de la literatura española contemporánea. Y como todo debería hacerse a lo grande y abandonar las timideces primerizas de este pueblo de nada, se buscó a alguien capaz de levantar una pared de fondo dentro del escenario que semejase un faro y una opuesta de sol y una esperanza. Pío, que andaba todos los caminos y sobre todos los de Euskadi propuso un nombre: Agustín Ibarrola. Y una mañana, como la buena esperanza de los perfumes ribereños, apareció por las calles  Zaragozanas este hombre pequeño, silencioso, de ojos penetrares, boina a la cabeza y socarronería vasca en la punta mismísima de su boca entreabierta. Agustín Ibarrola se aposentó en la fonda que había en la plaza del Mercado Central, encima del bar La Taurina y al costado de la casa paterna donde vivíamos Miguel y yo.

EL DECORADO

Se compraron metros de papel de envolver y se extendieron en un patio que había en la calle Espoz y Mina, lugar en aquel momento ocupado por la parte femenina del Colegio que regentaban mis hermanos Manuel y Miguel y antes habitáculo de la familia Gastón.  Y mientras Pío y Lola Gomollón pasaban una y otra vez el texto y a mi me hacían repetir la voz en off de Saturno, la casa se fue llenado de saquetes de cola para pintura, y tierra para hacer pinturas, y brochas para agitar y mover las pinturas. Poco a poco y partiendo de un boceto que Agustín había realizado en un cartón menudo, y que hasta hace poco todavía andaba por los locales de Santo Tomás de Aquino, la fuerza sobrecogedora y expresionista del pincel de Ibarrola fue naciendo en aquel rincón tan poco preparado para las bellas artes.

Pero la voluntad estaba por encima de las contradicciones y cuanto peor eran las condiciones, más se superaba uno en aquellos tiempos de dura desesperanza. Iban naciendo por entre las brochas, el papel, la cola, los cigarros y la voz euskerizada e ingenua de Agustín un paisaje cada vez con más presencia, con más cuerpo, con más realidad de lo que la misma realidad le sugería.

Con todos los cuidados llevamos aquella hermosa pieza hasta el Teatro Argensola y la mañana en la que el telón subió arriba y las luces esbozaron sus sombras por la decoración, un enorme estremecimiento nos recorrió a todos: era demasiado hermoso lo que desde Bambalinas se descolgaba hasta el suelo. Era toda la perspectiva del pincel de Ibarrola transmitido al coraje del poeta Ángel en su llamada angustiosa a las Mansiones Azules y el envío de su hermoso mensaje a las generaciones venideras. Era un hermoso faro nacido en la planta misma de un teatro y era, al mismo tiempo, las entrañas del mundo, las vísceras del poeta, la soledad de Saturno y la voz inconfundible de la mujer amada-odiada de la obra. Ibarrola había hecho algo que era muy difícil: con una técnica expresionista y nada realista había concluido un mundo totalmente total y finiquito.

PERO MIENTRAS TANTO…

Pero no todos los días se trabajaba duro. Había muchos de descanso, de pasear por la ciudad, de ver los tapices de la Seo -¿dónde están ahora?- o, por el parque, tomar unas cañas y hablar en el silencio de Niké de los poetas, los poemas, los pintores y la pintura. Merendábamos por casa de Félix al lado de los estudiantes vascos que entonaban melodías del norte entre los cacahuetes, el vino y la nostalgia, o pasábamos horas viendo cosas de Santiago Lagunas y de Aguayo.

Un día le propuse a Agustín hacer una turné, en Vespa, que iba a consistir en salir por la carretera de Valencia, llegar a Botorrita, subir hacia Fuendetodos, bajar a la Virgen del Pueyo, atravesar Belchite y regresar, por las lomas endurecidas de Mediana, hasta el Ebro otra vez y volver a Zaragoza. Aceptó y un día de esos novembrinos zaragozanos donde la luz y las nubes se agitan entre cierzo y la sequía, tomé la moto y llevándolo de paquete nos lanzamos al viaje. Es duro ese paisaje -años después llevaría por allí a Ana María Moix y, más delicada, no podría aguantarlo- pero a Ibarrola le estremeció. Le estremeció y le caló hondo, tan hondo que luego siempre que nos hemos visto, en un lado u otro, en Madrid o París, en dictadura o democracia, él siempre me lo ha recordado. Y es que las luces tenebrosas del atardecer al llegar a Belchite o la descarnada luz del mediodía subiendo hacia Fuendetodos desde la Huerba no se la puede quitar ojo las personas que como Ibarrola, tienen la sensibilidad a flor de piel. Porque es duro ver y no temblar ante la despavorida visión de un cuchitril semiderrumbado y que el guía te asegurase que allí había nacido Goya. Luego yo he estado en la casa de otro sordo en Bon y ¡vaya historia!. Pero aquí somos así y lo mismo que resultaba sobrecogedora aquella visión no lo era menos el atravesar la llanada que une los últimos tramos de sierra con la faz agridulce de Belchite y pararse, unos instantes, en el santuario del Pueyo, visitar los ex-votos y, desde arriba, contemplar los olivares azotados por el cierzo que en esa hora de poniente se agita más fuerte.

Y luego Belchite, símbolo del desastre, de la desesperación y de la barbarie; mantenido allí erguido en un intento de demostrar algo en lo que yo nunca he estado de acuerdo: la heroicidad de un pueblo al que se le obliga por la fuerza a resistir todos los embates que la fiereza les arrastra.

Y al final, ya de atardecido, con los nubarrones negros arrastrándose rápidos por el cielo mientras esos aires calinos, que no se sabe de dónde suben en otoño, nos zarandeaban en la moto, de vuelta a casa. Un bocado de merienda en alguno de aquellos bares mal iluminados, la huerta y Zaragoza al fondo con su tristeza novembrina en las espaldas recibiéndonos otra vez.

Y EL TIEMPO PASA

Y un día Agustín nos dijo adiós a todos. Y luego fueron llegando noticias de él desde diversos lugares: desde París, desde Euskadi de nuevo, desde la cárcel de Burgos y siempre con la misma fuerza, con la misma potencia, con el mismo valor. Sus dibujos se convirtieron en un símbolo de la dignidad, la libertad y la justicia. Eran como el Guernica o la voz estremecedora de Paco Ibañez. Eran lo que no era España en aquello días. Eran lo que todos esperábamos que un día fuésemos: un País libre y liberado.

Y en mi casa guardábamos unos cuadros de aquellos años: un paisaje castellano y una hermosa maternidad. Pero sobre todo guardábamos un emocionante dibujo hecho a la cabeza de Miguel que, como un cometa, deja tras de sí una hermosa estela y aureola.

Ahora hace ya tiempo que no lo veía y un día me lo encontré otra vez en las páginas de los diarios, y en la tele. Y sonreí muy a gusto: Agustín Ibarrola había vencido a la historia. Habíamos ganado. No habían podido derrotarnos y hoy éramos, a pesar de todo, ciudadanos libres. Agustín, salud y rabia, que eso hace la vida y bien venido otra vez a esta despavorida ciudad que tanto te ama aunque tú no lo creas.