Kosme M. Barañano
(Heildelberg, septiembre 1986)
Habían pasado ya las noticas sobre el mayo de 1968 en París o las arengas de Herbert Marcuse en Berkeley, y en la aburrida Universidad de Deusto quedaba sólo la llama erudita, sabia de dos ilustres: un vizcaíno, Eleuterio Elorduy (enciclopedia viva de toda la cultura mediterránea no metafísica) y un navarro, Jaime Echarri (maestro en el manejo de la herramienta del análisis fenomenológico más puro y de la crítica más rigurosa). Entre estas islas el canto de la estética en manos del eclecticismo, guipuzcoano de Juan Plazaola, un panorama de todas las visiones acerca del arte en la historia perfectamente trazado, taxonomía de todas las versiones posibles acerca de la génesis de una obra de arte. Impagable base para introducirse en la Estética.
Este mundo teórico, de historia de la filosofía del arte, se enfrentaba en mi caso personal, de joven estudiante, o mejor se confrontaba, con el mundo de la praxis artística: del exacto gesto del dibujo de Ramos Uranga, de la fuerza expresiva, muralista de los oleos de Agustín Ibarrola, del modelado barroco de Vicente Larrea y del cuestionamiento espacial de los aceros y alabastros de Eduardo Chillida, ya entonces mundialmente reconocido.
Era, sin embargo, la presencia humana de Ibarrola, su directo compromiso en la lucha antifranquista, su pesado verbo mitinero, el que nos cautivaba como otra orilla en la que el sol calienta la arena. Así logramos introducir por una tarde su presencia en un seminario de estética que sólo el liberalismo de Plazaola pudo hacer posible. Tras quince años vuelvo a enfrentarme ahora con la obra de Agustín Ibarrola. Su figura no es captada con la admiración ciega del estudiante, sino con el respeto y la distancia que generan el tiempo y el análisis.
Mas no voy a tirar de la vida de Agustín Ibarrola, de sus luchas y anécdotas, sino de su obra plástica. Me ahorro el preámbulo biográfico en la presentación de este artista para analizar escuetamente su obra: ese monólogo de Agustín Ibarrola contra el poder. Al hilo del desarrollo iconográfico de su pintura, que comienza en 1948 en la fábrica (paisajes de Bolueta y las minas) y que tras las variaciones sobre el Guernica en 1979 va hacia la naturaleza (con sus estandartes y enviroment en Santimamiñe), quiero analizar el concepto de lo nacional en la trayectoria del artista, así como el concepto de trabajo traducido en sus imágenes.
Por otra parte, hay que hacer escala en la obra gráfica de Ibarrola, sus grabados en madera, mezcla de estampa popular y propaganda ideológica, a la vez que hay que recoger, más allá de chauvinismo políticos, el valor propio de la pintura del vizcaíno en la confrontación con sus antecedentes estilísticos en el influjo en las generaciones posteriores.
Ibarrola ha ido ensayando a lo largo de su vida diversos caminos de expresión: de Vázquez Díaz al cubismo artetiano, del espacialismo en 1957 a las ceras de 1965, del entrelazado lineal de 1973 a las traviesas de 1980 o a los árboles de 1984. Estas diversas manieras (basadas siempre en un expresionismo, un espacialismo y un didactismo) ayudan a entrever etapas en el desarrollo de su obra. En el mortero de Ibarrola se sedimentan y se fraguan diversas tendencias: el expresionismo de Goya, el muralismo mejicano, la visión del paisaje de Vázquez Díaz, la linealidad de Arteta, la figuración de Oteiza, el espacialismo de Mortensen con la visión del obrero comunista y el mito idílico del caserío vasco.
Ver más allá de estos influjos, concretizándolos en su confrontación, es el objetivo de este ensayo.
Las primeras obras de Ibarrola son relatos para recordar, para convocar en la libertad de la superficie del lienzo las visiones de casa que se instalan tras la retina de sus ojos. Así el enorme cuadro, que con petulancia Velazqueña, es un retrato de los padres, reflejándose el propio artista en el espejo. Es una composición frontal, muy abierta en zoom, la madre sentada en una silla a la izquierda, junto a la luz de una ventana colgada en el muro con un cuadro de paisaje. A través de ella se ve Basauri, aún rural, en tonos verdes a lo Vázquez Díaz. El padre aparece en el fondo, entre puertas, el pintor se centra reflejado en un espejo, que con su inclinación produce una contradicción en la perspectiva central del cuadro. En el primer plano, a la derecha de la habitación, una serie de pollitos se presentan como naturaleza viva frente a la viga que cierra el cuadro por arriba, con cebollas colgadas. En las paredes, en el suelo, una serie de lienzos, desde un cuadro de Rosales (que patentiza ya la preocupación por los negros) a varios del propio artista.
Este cuadro se presenta como un resumen de sus cuadros juveniles (de sus acuarelas de corte riberista o de sus picazos a lo torpe) y como antología de sus intenciones (desde la composición velazqueña, las referencias a la pintura española de Rosales o Zurbarán o la visión del paisaje de Vázquez Díaz). El conjunto del cuadro se tambalea, pero es un buen ejercicio de asimilación sobre todo manifiesto de sus pretensiones.
De la misma época es un bello paisaje (en OMA), de pequeño formato, de unos montes de Vizcaya, trabajado prácticamente sólo cono verdes y blancos. El blanco se monta sobre el verde, el blanco es el final del cuadro el que da relieve a las montañas. En su pintura adulto utilizará también Ibarrola el blanco no sólo como base de u pintura, sino también como última mano, como gesto de paz que potencia la expresividad de una cabeza (en el obrero arrodillado) o del corte de la hoz y el vacío de las bocas de los tres aldeanos que se sublevan.
La delimitación de las formas a través de un control lineal grueso y negro (al estilo de los dibujos de Arteta) se va haciendo en estos momentos más fuerte y deformante. A la vez el ensalzamiento melódico de esas formas se hace agitado, al estilo de Picasso, buscando más el timbre que el tono, trabajando el contrapunto en la armonización de planos de color. Sus figuras, como la de los muralistas mejicanos, devienen figuras escultóricas. Los objetos y espacios entre ellas aparecen en grandes planos, más ele el volumen que en la descripción de sus detalle, organizados en lineas y ritmos, como eslabones de una cadena.
En Ibarrola como en Arteta los personajes no son nada individuales, sino más bien anónimos; tampoco hay una evasión paisajística. No hay horizontes profundos de calles y bosques, sino montañas «acercadas», que dan la réplica a los tonos de delante o que los continúan, originando una perspectiva fundamentalmente cromática. Este influjo de Arteta se verá mejor en los cuadros de su siguiente etapa, abandonando ya el bucolismo de Vázquez Díaz. En los cuadros de temática laboral engancha Ibarrola las estructuras formales de algunos cuadros de Arteta. Esa estructura diagonal de la composición rota rota por las verticales de las chimeneas o de las grúas recuerda a Las lecheras de Arteta, un cuadro que debe mucho a La Palissade, de Forain (hoy en la National Gallery de Washington), y a sus aguafuertes titulados Après la saisie. Estas estructuras lineales, violentas, como en Los Remeros, visibles también en la obra del americano Stow Wegenroth, en especial en sus litografías de la Maine Coast, adquieren su mejor ejemplo en El Puente de Arteta (en el Museo de Bilbao).
Las estructuras arquitectónicas industriales como parte de la estructura organizativa del cuadro aparecen como una constante en Ibarrola, en especial en sus cuadros de principios de las 60, paisajes industriales o vagonetas de mineral. Pero también en cuadros de los 70 se ve esta estructuración, aunque ahora ya se haya perdido la referencia objetual y sea simplemente lineal, cinética. El cuadro de los Seis Caserios, como pequeña barriada vista en círculo, está rodeado por un entrelazado de lineas negras con ocres y verdes, en un sistema romboidal que salvando las distancias entre una temática y otra, recuerda a El Puente de Arteta.
Otras similitudes presenta la obra de Ibarrola, de los años 50, con la de Fritz Zolnhofer (1896-1965). Su obra representa también el trabajo del hombre, en este caso en la cuenca hullera de Saarland. En los trabajadores de Zolnhofer, como en los de Ibarrola no existe la dramatización mitológica de las fraguas pintadas por Velázquez ni la heroicidación de la estatuaria de Meunier, esos carboneros y descargadores de puertos elevados a la categoría de nuevos Hércules, cuya tradición en el País Vasco se encargo de realizar Quintín de Torre.
Al margen de algunos bocetos del comienzo de su actividad pictórica los seres de Zolnhofer, semejantemente a los de Ibarrola, no son «héroes del trabajo» en plan realismo soviético, ni nuevos Heracles con masa hidráulica. Ciertamente es épica su figura, pero sus representaciones no son de héroes, sino de simples seres humanos.
Tanto en Zolnhofer como en Ibarrola su pintura en transposición de una imagen impresionada en la niñez que ha permanecido viva: la del camino a la mina o a la fábrica y la de la vuelta de la misma al atardecer. La imagen del sonido del paso del trabajador a la mañana, un paso vivo, enérgico, y a la noche, derrotado en sus fuerzas físicas. La imagen potente de unas manos-herramienta, pero en las que aún se refleja el cerebro del hombre, manos de fragua o pico de mina, pero que aún hablan del ser humano que las utiliza y dirige y acarician a sus hijos.
La mano es precisamente uno de los elementos de mayor fuerza constructiva en los cuadros de Ibarrola. Sus obreros son cabeza y manos. Ese óleo de un obrero agachado, con una cabeza que grita entre dos amplio brochazos blancos que la resaltan (en la tradición de Goya) y dos manos que apoyan y recogen toda la fuerza del cuerpo (como una catedral) en el suelo.
O ese otro óleo en que aparece un obrero semiarrodillado, con un codo apoyado en una pierna, y una caja de cerillas que se pierde en una enroma mano, una mano escultural, el «instrumento de instrumentos» aristotélico. Esa mano callosa de su padre, herramienta de trabajo y a la vez de caricia, que Ibarrola suele recordar. Al fin y al cabo el obrero de Ibarrola es la imagen del padre.
La temática de su obra es en los años 60 el mundo del trabajo y ha adquirido ya su plena madurez. Representa ahora Ibarrola ya no escenas concretas, sino arquetipos del mundo del mundo del trabajo cotidiano. Su pintura misma ha sido reducida a la mayor simplicidad cromática, y es extendida sobre el lienzo más que con un pincel a manotazos: Ibarrola pinta raspando la pasta sobre la superficie. La huella de este arrastre queda como quedaba en Van Gogh la expresión del pelo del pincel. Sobre el blanco de partida, extiende los óxidos que le permiten medios tonos, y sobre ellos extiende directamente del tubo azul cobalto, los prusias o los violetas en una simple pero potente masa de color. Al final, de nuevo orquestando las expresiones, matizándolas en sus contornos, el blanco.
La iconografía se reduce a la entrada de los trabajadores al quehacer cotidiano de la siderurgia, sus asambleas entre cubilotes de hierro líquido, los arrantzales atrapados en las redes de sus vapores, y junto a ello una temática más lírica como es la del mundo del trabajo en la aldea. Los cestos volcados, la boina junto aperos de labranza o el baserritarra junto a su azada. El frío húmedo de la fábrica y del paisaje vascos en general, o en concreto el candado carcelario, la llave inglesa o el carro de bueyes en un espacio plano.
En el colmo de las simplificaciones figurativas están los cuadros en los que el caserío queda en el centro de la composición vertical reducido a dos rasgos sobre una superficie verde amarillenta, a su vez encuadrada por otra superficie verde más oscura y monótona recortada por una línea negra, y todo ello a su vez cerrado por líneas paralelas. En unas ocasiones aparece el caserío en primer plano, en otras como punto de fuga. En cualquier caso rodeado, reducido por ese verde oscuro, por esa plancha regular, como el pino que va encarcelando en su unida cromática, perenne, y en su devastación del suelo del monte, las campas y los cultivos del viejo caserío. Ese caserío sin cimientos que se mueve y se inclina, como se mueve la tierra sobre la que se asienta, y que sólo le mantiene en pie el calor humano que en él reside. Esos caseríos que tras la bajada del aldeano a la ciudad, a la industria, han perdido su energía para mantenerse firmes, que han perdido el campo de visión que tenían ante esos pinos que los han cercado.
La temática de esta época no se reduce únicamente al caserío. Aparecen también viejos temas como ese candado carcelero en ocres y rojos enmarcado por blancos y negros en superposición enfrentada, o los temas del mundo del trabajo en la mar. Como esa vehemente pieza de simplificación de superficies en que dos figuras varoniles (hay muy pocas figuras femeninas en la la obra de Ibarrola), sobre el fuerte azul ultramar que hace de primer plano y el azul celeste que rompe el cuadro por arriba, se entrelazan con con la dinámica de dos movimientos de superficies yapadas, una horizontal y otra vertical, como redes de pesca que atraviesan el cuadro. A la izquierda, inclinado, el puentes el pequeño pesquero, en un oscuro burdeos, como una cabeza que contempla el trabajo humano. Bajo las intersecciones lineales caen los peces, un pequeño bodegón de anchoas, perfectas en su simplicidad cromática y lineal: El mundo curvo de las olas del mar, de las formas del pesquero, de los peces y de las redes viene densificado en una composición plana, rectilínea, y, sin embargo, de gran intensidad dramática.
En los setenta están los cuadros de los instrumentos de trabajo rurales, el cesto, el carro, las viejas cerraduras, las vigas como totems, o una perfecta ventana de caserío. Hay en este cuadro un perfecto tratamiento en el espacio apenas realizados con tres colores. Sobre el blanco se levanta la ventana en el gris de las siete piedras que a componen, y sobre este gris, en su degradación central, la ventana abierta compuesta de dos manchas blancas, un toque azul grisáceo y un marco verde. La uniformidad lineal de las piedras viene dada o por rayas negras que ayudan a enmarcar, a su vez, el verde o que se desplazan por el gris, como el blanco de la pared penetra por cuatro veces en la mancha gris para crear la piedra. Un bello ejercicio de interactividad espacial en un tema figurativo, realizado casi a escala mural. Solo se ve la complejidad de este sencillo cuadro cuando se hace patente este juego de planos, este espacio relacional que crea Ibarrola con la superposición de planos de color, con la penetración de un color sobre otro que le hace de fondo y la conversión del fondo en primer plano.
Todos estos trabajos aparecen rodeados o insertos en ese encestado de lineas y de superficies, de ritmos superpuestos de entrada y de salida, de negros sobre blancos o vedes, como abstractos juegos ópticos. Ibarrola mezcla aquí la temática figurativa de su primera época con las experiencias plásticas de los años parisinos con el Equipo 57.
El preciso punto de partida de Ibarrola para este cuestionamiento fue precisamente la experiencia del Equipo 57, y en concreto, su amistad con la galerista Denise René, entonces compañera de Richard Mortensen (1910). Las experiencias plásticas del pintor danés, premio Kandinsky en 1950, influyen enormemente en la visión y análisis espacial de Ibarrola. En especial ese periodo de Mortensen con cuadros titulados, Azul, verde, amarillo y rojo o la serie titulada Opus Tamaris, donde organiza una serie de superficies diferentemente coloreadas, muy secas y planas, y donde la preocupación base es la línea como estructura en la que se apoya el color.
Estos análisis de interactividad del espacio plástico ejercitados por primera vez en París están también presentes en sus últimos trabajos con traviesa de ferrocarril y en sus «pintadas» en los pinos de Ereño. Esta action de Ibarrola o enviroment realizada en el monte es, en primer lugar, un análisis práctico de la interactividad del espacio plástico realizada en la propia naturaleza.
En los trabajos con las traviesas, esas especies de altorrelieves en madera, ha traducido Ibarrola sus experiencias especialistas a otro medio y densidad. Pero su filosofía de partida es la misma, así como su afán didáctico, presente en toda la obra de pintor. Las traviesas sufren diversos códigos de cuestionamiento espacial, unas veces con las incisiones y los cortes de la sierra, otras con su propia posición, otras con la introducción de manchas o rayas de color, otras con la incrustación de pequeños palos de avellano que como puntos o comas, dinamizan con su colocación el texto y la textura de la traviesa.
Este análisis espacial aparece también después en los pinos. Sea con la pintura blanca en un tronco de una raya o de un cubo o de la anamorfosis del mismo, solo visible desde ciertos puntos del camino. Sea con ritmos repetidos de color como ese «rayo partido», des-compuesto en líneas en varios árboles. Desde un determinado punto, el rayo (las diversas rayas blancas en diversos árboles) aparece como el rayo caído en el bosque. Aquí ha trasladado Ibarrola sus experiencias en el lienzo o en el cartón al mundo de la naturaleza. El movimiento del espectador mendigoizale, la situación desde la que se dirige la mirada, o, incluso, la estación del año (el bosque que florece o el bosque seco) introducen ahora nuevas coordenadas en la interactividad del espacio plástico. La pintura de Ibarrola vive ahora, se recrea en la fábrica de la naturaleza.
Una mancha blanca rectangular pintada en cuatro árboles, cada vez con diferente concavidad o convexidad en sus lados superiores, y una vez en perfecta linealidad de perfecto rectángulo, demuestra como una misma mancha «embala» el árbol de diversas maneras, cómo lo define en su diámetro (en su gordura) o cómo el cilindro se transforma en pura superficie plana, o cómo el ángulo visual del paseante determina lo que ve, o cómo la anamorfosis pone en juego la perspectiva tradicional.
La voluntaria trivialidad de lo que se cuenta en el bosque de Ereño, así como su ejecución en una técnica precisa, nos revelan ya el peligro que acecha en esta esfera de la creación: el de quedarse en un mero virtuosismo estéril. La virtud de Ibarrola ha sido sortear ese abismo, ese barranco de Oma, mostrando que no se trata de la representación magistral de un objeto, sino de revelarnos a través de la su propia mirada la aceptación de una atmósfera llena de connotaciones, de un modo de pensamiento plástico. Si el cogito cartesiano puede entenderse como el acto de dudar por el cual se ponen en duda todos los contenidos actuales y posibles de mi experiencia, excluyéndose de la duda el propio cogito, el trompee l’oeil, el bodegón, la experiencia plástica de Mondrian o el trabajo de Ibarrola en el monte ponen en duda todos los temas y formas de ver, a excepción del propio hecho de la pintura, la pintura en cuanto a tal.
La pintura de Ibarrola, tan popular por una parte y tan nacional -si en realidad lo es tanto como él lo afirma-, es a la vez universal, «no por la fronda -que diría Valente-, sino por la raíz oculta». Hay en Ibarrola una veta de imaginación secreta que lo vincula a muy remotos troncos -de Goya al muralista mejicano- , que en cierto modo lo desnacionaliza pero no por defecto. Hay en él un arrastre de sedimentos, de imágenes plásticas, que rebasan lo meramente vasco. El tema de la obra de Ibarrola es la transposición de una realidad específica, el de ese microcosmos necio rural-medio fabril en el cual vivió en el despertar de su adolescencia. No es una fabulación exagerada, sino una aproximación penetrante a la vida y a la sociedad que le ha rodeado, a la energía del pueblo del que forma parte. Su obra es una visión irreversible de los acontecimientos que han formado y formulado neutros últimos treinta años. En sus propias palabras: «yo no voy más allá que lo que las circunstancias de mi propio pueblo están dando de sí» (Hierro, 10-2-1972). Pero por ello mismo, por la búsqueda de la raíz oculta, la pintura de Agustín Ibarrola, como la poesía de García Lorca, transciende al ámbito concreto a donde nace y se universaliza.
De la visión del paisaje de Vázquez Díaz y del linealismo artetiano que impregnaban sus trabajos primeros, del acento expresionista visto en Goya y de la trama mural vista en los mejicanos que dura toda la década de los cincuenta, de las indagaciones espaciales paralelas a partir de los contactos parisinos, de las ceras a las xilografías a partir de 1962, esa iconografía del obrero como ángel fieramente humano que se cierra con el relieve de 1971 y a la figuración encorsetada de mallas especialistas de la euskalharria arestiana, baladas y decires celayescos, piedra convertida en fuego, en el mineral del Guernica de 1979. Utilizando todos estos acentos ha mantenido Ibarrola desde el principio un lenguaje personal, de perfecta sintaxis, con dominio del oficio, sincero testimonio de su vida y de su circunstancia alrededor, obra de arte.
Con la cita de la visión monocroma de Picasso, presentada en el Museo de Bilbao de 1979, cierra un periodo de su praxis pictórica Agustín Ibarrola. Una nueva trayectoria comienza con sus clases en la escuela de Bellas Artes y sus trabajos con las viejas traviesas de ferrocarril en su retiro de Oma. De nuevo ocupa se quehacer el análisis de ritmos espaciales de líneas y superficies montadas o creadas sobre esas maderas. El paso de estas traviesas a los pinos y árboles alrededor del caserío, al cuestionamiento de las superficies de color no en un lienzo, sino en la propia naturaleza, colocadas como figuras, mensajes o interrogaciones en los árboles de las laderas de Ereño no era difícil de prever. Como tampoco el paso de la penumbra y lugar cerrado del bosque a los claros, a la luz y al aire, a esos estandartes con emblemas picassianos (la lanza que atraviesa el caballo, el caballo destripado como rotura de la cultura), que prolongan las investigaciones sobre la curva, dibujada o cortada en papel, al aire libre, en las telas que se curvan contra el azul del cielo, en sus juegos cóncavo-convexo producidos por el viento en la iconográfia picassiana.
Pero esta etapa creativa de Ibarrola me ha cogido a mi fuera de juego, o fuera de lugar en sentido estricto. Mis pasos estaban ya fuera de mi tierra nativa y lejos de los enviroment de Ibarrola para poderlos analizar.