Manuel Vázquez Montalbán

(Barcelona, diciembre 1986)

La cultura crítica española tramada, y a veces realizada, bajo el franquismo supo explicarse muy mal, y de esa mala explicación se aprovecharon en primera instancia los chambelanes de la cultura oficial y, en segunda instancia, la reacción esteticista que se hizo con el poder culturales el tránsito de la década de los sesenta a los setenta. Se aprovecharon para descalificar primero y desestimar después toda cultura antifranquista, acusada de haberse regido por reglas de urgencias ideológicas, por objetivos de denuncia que poco tenían que ver con el compromiso estético. Cuando un excelente poeta, antifranquista por más señas, decía que los tiempos no estaban para bellezas, no estaban para endecasílabos, o cuando el pintor declaraba que primero la ética y luego, tal vez, la estética, estaban dando razones no sólo a sus enemigos ideológicos, sino también, y más gravemente, a sus enemigos estéticos.

El tiempo pasado proporciona una perspectiva distanciadora suficiente como para comprender que aquellos creadores no querían decir lo que aparentemente decían, sino que trataban de razonar el por qué de su capacidad de expresión, su lenguaje, estaba cargado de referencias históricas, de testimonio, como si esas referencias históricas no fueran también desafiantes materiales para una poemática, como si resolver la materia del testimonio mediante el artificio de la palabra poética o la plástica no fuera un ejercicio radicalmente experimental y, por tanto, radicalmente estético. Desde esa misma perspectiva es posible apreciar hoy hasta que punto aquellos creadores críticos no eludían la herencia del patrimonio específico e incorporaban a la tradición poética o pictórica la expresión de la incómoda circunstancia de las libertades sometidas a la brutalidad impune de la dictadura: entre otras libertades, la de escribir o la de pintar.

Durante años se ha considerado a estos creadores casi como culpables de haber aceptado una mediocre dialéctica con el franquismo, descuidando el compromiso fundamental del artista con el arte. No se sabe si la descalificación les cayó encima como un exceso de celo esteticista o como venganza por la molesta ostentación de su virtud civil. No se sabe que irritaba más de aquellos creadores: que hubieran incluido la historia en sus creaciones, o que ellos mismos fueran historia de la resistencia, dejando en evidencia a tanto compañero de viaje del franquismo cultural, por activa o por pasiva.

Ibarrola estuvo a punto de ser uno de los asesinados en esta operación. Estuvo a punto de ser enterrado en vida en el cementerio de pintores de obreros con boina y guardiasciviles con tricornio, un cementerio primorosamente preparado para no entorpecer los fastos de la estética centrista, centrada y céntrica de la transición. Agustín Ibarrola tenía todos los números del sorteo para que le tocara un nicho en propiedad en el referido cementerio. Había sido larga, profunda, ofensivamente comunista, había sido sañudamente perseguido, detenido, torturado y encarcelado, había pintado la ferocidad estética de la relación entre la clase obrera y los aparatos represivos, y, por si faltara algo, Radio España Independiente lo citaba como uno de los «artistas del pueblo». Peor imposible para superar la norma de «normalización cultural» que exigía el talante de la transición.

Afortunadamente, Ibarrola no se dejó enterrar con el hábito de fraile del realismo socialista y defendió su condición de pintor y, por tanto, de investigador plástico y ha sido esa tenacidad la que ha obligado «volver a mirar» toda su obra y entonces descubrir la lógica a la vez ética y estética de un artista impresionante e indispensable para tener clara conciencia de la evolución de la mejor pintura experimental española. Porque experimental era aquel Ibarrola, hijo de Vazquez Díaz y de Leger, que pintaba extraños ideogramas paradójicamente figurativos del reparto de papeles históricos. Nada de panfletario hay en aquella pintura tan comprometida con la ética como con la estética, que sintetizaba un dramatismo de clase, una tragedia dialéctica, y que, además, lo hacía reflejando al mismo tiempo una cosmología enraizada en el País Vasco: emblemáticos sujetos individualizados o colectivos hechos de duras siderurgias  y no menos emblemáticas las herramientas de campo y fábrica, instrumentos polémicos, al servicio de la esclavitud y la liberación, esencialmente provocadores para la mirada secreta y privilegiada del pintor. Y más allá de aquella pintura crítica y no por ello menos investigadora, Ibarrola ha utilizado el silencio propio o ajeno para crecer como artista fuera de los límites del cuadro, en busca de una pintura tridimensional, incluso correctora de la realidad: esas almas de papel, cartelarias y abatidas como garabatos deshabitados por destrucciones tan concretas e inapelables que son abstractas o esos totems policrómicos que el pintor brujo resucita en tiempos de aldeas globales y aldeas de la memoria o esas traviesas jubiladas y sementadas de un pasado de trenes intermares o interoceánicos, o incluso esa osadía del pintor atreviéndose a corregir los áboles del bosque, convirtiéndolos en coro mágico al servicio de un trompe l’oeil para leñadores, hombres lobos, fugitivos de la justicia y paisanaje en general.

Y que el artista no podía esperar a que las contradicciones fundamentales se resolvieran a nivel universal para dar lugar a unas nuevas relaciones de producción que situaran al artista o escritor al otro lado del cuadro o de los libros encuadernados con piel humana. En la utopía marxista, la materia y la manera manipulada por la burguesía son mercancías al estilo de aquellas princesas encantadas que estaban esperando el beso de un príncipe para dejar de ser sapos o cornejas. El beso revolucionario crearía una sociedad sin mercado en la que el artista libre se realizaría plenamente en la naturaleza libre. Alazado sine die aquel tan fausto final feliz, Ibarrola se ha decidido tomar la revolución pictórica por su mano y desde la condición de anacoreta del Valle de Oma, cerca de Gernika, ciudad no sólo sagrada, sino también mártir, pinta como si el mercado no existiera, en la lúcida evidencia de que nadie compra bosques corregidos y que ahí están, para quien quiera poner empalizadas totémicas o víctimas posmodernas de papel de embalar (esperanzas sustitutorias de pancartas electorales), sus bellísimos aliñamiento de estacas o esos conciudadanos de papel a la espera de la bomba de neutrones o de una fuga de pedos industriales.

Solo un artista que ha estado a punto de ser enterrado en vida se atreve a tanto como este Robinson vasco al que los campesinos le llevan todas las extravagancias de la madera y el hierro para que el brujo les encuentre un sentido poético. Como todo muerto que goza de buena salud, Ibarrola sabe que ya no tiene nada que perder como no sea su dignidad de artista que a lo largo de cuarenta años casi a tratado de plasmar la estética de su ética, de una razón moral en la que se subsumen distintas culturas y cada vez más fuerte, la cultura patriótica del paisaje y sus raíces, porque no hay patria más seria, ni creo que haya otras, que un paisaje en el que te sientes necesario y legitimado. En cierto sentido, puede decirse que Ibarrola ha pasado de ser un pintor temáticamente historicismo a ser un pintor antropológico que convierte lo vasco en signos de valor universal, como Miró codifico lingüísticamente las bacterias de sus sueños. Tierra, herramienta y hombre se convierten en esquemas de una profunda comunicación en la que la madera en todas sus formas se va imponiendo como material privilegiado. Sea la madera viva del bosque pintado, sea la madera muerta y embalsamada en alquitrán de las traviesas para trenes, quizá ya sin recorrido, o sea el papel más tosco, más próximo por lo tanto a su antigua alma de madera.

¿Acaso en estas primacía de la madera no hay declaración expresa de emocionado retorno a la sinceridad de la tierra amenazada, del paisaje amenazado?

Interpretadores tiene la Iglesia Estética de Occidente para buscar todos los sentidos posibles a las más actuales obsesiones de Ibarrola, pintor libre en la naturaleza libre, que asume un largo y constante viaje desde la pintura a la pintura, desde el arte al arte, acarreando por el camino, difíciles, desafiantes materiales de protesta y conciencia civil, de compromiso histórico y cósmico. Esa ha sido, es y será la relación entre íntima entre la ética y la estética de Ibarrola, capaz de liberar la masa pictórica de la servidumbre a la anécdota, pero poniéndola al servicio de una mirada ética sobre los hombres y los árboles. Escribía el malogrado José María Moreno Galván, a propósito de una exposición de dos grabados ibarrolenses en Madrid, mayo de 1973: «Quiero decir que (Ibarrola) tiene una cultura de la forma. Que por ser como es y por venir de dónde viene tiene la forma que tiene… Tiene una forma determinada por su condición vascongada del siglo XX. Pinte lo que pinte, un hombre o una máquina, es evidente que por esta forma pasa como una fuerza cristalizadora la civilización industrial. Hombres cómo máquinas, máquinas como hombres… Lo que ve Agustín Ibarrola, lo que interpreta, no es lo que él es. El es sólo un espectador. Ser espectador de lo que no se es es una de las formas de no estar alienado.»

Era otro Ibarrola. El que denunciaba el espectáculo negativo de una revolución ciega, esclava de la lógica entre tecnología y beneficio. Ahora el pintor a dado un salto de brujo y nos ofrece una perspectiva más global, más totalizador, desde una propuesta de mirada personal, transferible. Inventar miradas, ¿no es esa la condición sine qua non del arte?