Jose Corredor Matheos

(Barcelona, noviembre 1986)

«Hay que poder contemplar un cuadro como se contempla la naturaleza. Plante usted un cuadro en la naturaleza, entre los árboles, los arbustos, las flores. El cuadro tiene que encajar, no ser la nota falsa. Se tiene que acomodar a la naturaleza, ser como una prolongación suya. Acomodarse, por muy «inventado» e ilógico que parezca.» Marc Chagall

Acerca del arte existen graves confusiones que afectan a la propia percepción artística. Parece así creerse que sólo es pintura o escultura aquella que se presenta como tal en una sala de exposiciones y que es apta para instalarse en un interior o en un lugar público significativo. En un grado inferior se sitúan las restantes manifestaciones plásticas, que no sabemos ya como denominar, realizadas con metales, cerámica, fibras textiles u otros materiales. La producción artística queda, de este modo, compartimentada y jerarquizada, digerida antes de ser consumida y, lo que al parecer importa, dispuestas para una adecuada comercialización.

Pero el arte puede muy bien ser, y suele ser con frecuencia, otra cosa distinta. Incluso podemos decir, con Agustín Ibarrola, que «El arte que conocemos a través de estos medios y através de las grandes galerías no es el arte que expresa nuestro verdadero momento. Se trata -para decirlo con sus palabras- de un arte que ha pasado por el cedazo selectivo y discriminatorio del gusto y del pensamiento de la clase que está predominando en la vida social y cultural» (1)

Estas palabras del gran artista vasco, escritas en 1973, es oportuno recordarlas ahora, a propósito de los trabajos en que se halla empeñado actualmente. El lector-espectador interesado tendrá ya, sin duda, alguna noticia de lo que él denomina El Bosque, una de las realizaciones artísticas más insólitas de los últimos años. Se trata en efecto, de un bosque real, que no puede ser exhibido en una sala de exposiciones, ni, por supuesto, comercializado. Es fruto de la pasión pura de dar forma o de reconocerla en la naturaleza, de pintar, colaborando con ella; de modificar esa naturaleza, no para negarla o desnaturalizarla, sino para comprenderla mejor. En El Bosque (le damos la cursiva que merece toda obra artística) queda corporeizada ejemplarmente la oposición compenetración del hombre y la naturaleza, la actitud prometeica de aquél, que tanto podemos considerar humana, demasiado humana, como un intento de superar los propios límites.

Esta es una parcela importante del trabajo de Agustín Ibarrola desde hace algo más de tres años; la más espectacular, pero en modo alguno la única. Por el contrario, ahora, más que nunca, su obra constituye una unidad coherente, cerrada -en el sentido de que forma un sistema- y abierta, por la interpelación que mantiene con el mundo circundante y por los constantes impulsos que le mantienen en constante transformación.

Además de El Bosque tenemos El Bosque de cartón -que puede verse en la presente exposición-, realizado con cartón de envolver ámbito, espacio, construcción, sobre el cual gravita, como nos informa su autor, la amenaza nuclear. Y seguimos encontrando cuadros. En uno de ellos ha recortado un trozo de lienzo, con la consiguiente ruptura de nivel, mientras en otro consigue los mismos efectos pintándolos (siempre el mismo sentido dialéctico, idéntica tensión). En pintura podemos descubrir los planteamientos que luego desarrolla en otros ámbitos y con otros materiales. Así la serie de grandes murales de franjas verticales, con diversas ondulaciones que anticipan claramente los problemas plásticos que se plantearía dos o tres años más tarde con las traviesas.

Está también ese otro bosque, ese otro mundo, hecho con traviesas de ferrocarril, llegadas a sus manos tan casual como providencialmente. Con ellas levanta figuras, verdaderos totems, empalizadas, muros, o las dispone en forma de abanico y de otros modos diversos. A pesar de que Ibarrola se haya revelado -como ya había vaticinado hace años Oteiza- como un extraordinario escultor (hay también diversas obras exentas: maderas diversas talladas o atadas, cuñas desplazadas de las concavidades complementarias, de un gran interés, que lo confirman), el pintor se halla siempre al acecho. Y aquí y allá salpica las superficies de manchas o signos de color, que cobran su significado en función de otros signos y del conjunto a que pertenece el elemento en que se asientan.

Con esta vuelta a la naturaleza, nuestro artista parece haber recogido la onda tradición de su tierra. Mitos, símbolos, leyendas, todo oculta un significado que trasciende las posibles interpretaciones que se les haya dado desde posiciones determinadas. La naturaleza se complementa así con la tradición, con lo que las gentes han hecho y sentido. En sus paseos por el monte y los alrededores de su caserío, el artista descubre rastros del pasado y hasta qué punto del pasado -y también el futuro- gravita sobre el presente. Su obra no es, no puede serlo en estas condiciones, algo gratuito, caprichoso, vacío, como lo es la mayor parte del arte actual, sino algo necesario, que opera profundamente en nosotros.

El Bosque y El Bosque de cartón viene a ser, cada uno de ellos, suma de toda su obra. El propio Ibarrola me comentó que «es como si cogieras toda tu obra y la echaras hacia delante». En su actual etapa, tan fecunda, cada realización suya -es decir, las más ambiciosas y felices, que son muchas- termina por adquirir este carácter. Ello, unido a la fuerza y el espacio que han generado siempre sus pinturas y experiencias volumétricas, le confieren a todo rasgos monumentales. Los personajes de años atrás, insertos en grandes espacios vacíos, subrayaban su soledad y su condición de germen de una nueva humanidad. La monumentalidad venía dada por la conciencia de que la pintura era algo que iba destinado, no a unos pocos espectadores sino a a la comunidad. El arte, para Ibarrola, no es un acto privado, aunque el individuo uno a uno, pueda ejercer una penetración profunda. Tiene tanto de acto desinteresado y gratuito, realizado en un escenario vacio, como de acción con un destino inequívoco; doble, además: la aprehensión mental y sensible de lo real, y la realización de unas posibilidades interiores. Y, por supuesto, lo más fructífero será considerar que el hombre forma con el mundo una sola cosa, indisoluble.

Las traviesas de ferrocarril conservan mucho de su origen vegetal. Pero estas maderas tienen, por su largo uso, una fuerte impregnación humana. Además de ese carácter de naturaleza arrancada de su emplazamiento, estas maderas tienen connotaciones industriales, por los elementos que hay insertos en ellas: tornillos, placas, etc. A ello hemos de añadir que estas traviesas van siendo desplazadas por otras, de hierro y hormigón. De este modo, las traviesas de madera ingresan en el pasado, con las cargas de nostalgia que reconocemos en sus testimonios.

Es curioso que a las traviesas se les haya sabido dar una utilización artística que equipara estas maderas salpicadas de hierros industriales a los viejos totems. Las veo plantadas cerca del caserío de los Ibarrola y me parecen perfectamente naturales allí, parte del paisaje, al que sin embargo, se oponen, como toda creación artística. Proceden del bosque y han vuelto a parar a él, después de un uso que ha quedado atrás y de una manipulación artística que les ha conferido nueva vida. Y no ha sido preciso, a veces, transformarlas mucho. Lo que ha hecho Ibarrola es cortar aquí y allá, acentuar este o aquél elemento y añadir unos toques de color. Pero todas conservan su doble condición de madera salida del árbol y de traviesa de ferrocarril. Se diría que su antropomorfismo se hallaba implícito en su verticalidad y en la simetría de los elementos de hierro, que el artista ha sabido ver y acentuar.

Unas veces, las traviesas se alinean formando grandes relieves, de momento exentos, en medio del campo. Las notas de color -rojo, azul, blanco sobre todo- contrastan fuertemente con la tosquedad de la gastada madera. El juego de contraste se produce en muchos aspectos. También en la irregularidad de formas y tamaños, y en la bastedad de las superficies frente a la feliz artificialidad y frescura del color. El carácter humanice es más acentuado cuando estas maderas se agrupan de otro modo, menos geométrico: formando grupos, por ejemplo. Ibarrola sabe, demasiado bien, que en nuestras sociedades, el hombre tiende a ser convertido en número: se vuelve un ser anónimo, todo lo contrario que ocurre en estos montes, donde todo tiene un nombre, todo es próximo y cargado de significado. Por esto, para sumar fuerzas, las figuras se unen: como una multitud, como un corro, apilándose, formándose un abanico, etc., y merecen ser contempladas en su emplazamiento originario en pleno campo, como una continuación lógica y arbitraria -por artística- de la naturaleza, cubierta a veces con grandes plásticos, según la estación, pero no empaquetadas, sino dejándose adivinar por transparencia su forma, doblemente misteriosa. Pero, dado que todo tiene tantos posibles niveles de interpretación, conviene recordar que, según las antiguas culturas, el individuo no tiene existencia real: es sólo una ficción. Por ello, las traviesas plantadas como postes y pintadas cobran aspecto más humano así, en reunión y diálogo. Y por la misma razón, cuando nos encontramos con una madera aislada, trabajada, cargada de historia y vida -de vidas-, no parece que nos hallemos ante la representación de un ser individual, sino ante el símbolo de una colectividad, y no sólo en su existencia de presente, sino como en esas antiguas culturas, con la presencia de los antepasados.

Las posibilidades que ofrecen estas traviesas son infinitas. Las hay con un carácter de tótem que se diría deliberado, y entonces nos parece adivinar una visión tan irónica como tierna de lo humano. Otras veces, la madera aislada es manipulada a fondo: atravesada por unos finos bastones, como agujas, que alteran la forma original. Una traviesa puede haberse trasladado a unas rocas y estar clavada en ellas, como una cuña, capaz, con ese apoyo, de mover el mundo. El color es uno de los tratamientos que más puede modificarlas: el rojo, sobre todo, les confiere rasgos humanoides muy marcados, mientras el azul viene a subrayar lo artístico. Y no hay que despreciar el carácter fálico que, consciente o no, tiene casi siempre todo tótem: afirmación de vida, erecta, agresiva, símbolo y cifra de lo humano, reducido a su forma, digámoslo así, esencial, desnuda. En toda esta manipulación del material tiene gran importancia el juego positivo-negativo. La superficie pocas veces es lisa -siempre está más o menos gastada y alterada-; las muescas, los cortes y sus ritmos configuran llenos y vacíos, lo convexo y lo cóncavo, dentro de un orden musical.

Todos estos totems nos traen el recuerdo de figuras africanas y oceánicas, pero no es porque exista necesariamente su influencia, sino porque cala profundamente en su propia cultura y en las propiedades subyacentes de la madera. No puede extrañarnos que, en tal o cual ocasión, la vieja traviesa se convierta en argizaiola, imagen mítica vasca cuya parte superior representa a un hombre vivo y la inferior, vista al revés, al mismo hombre muerto.

En El Bosque, el artista no altera la forma, no corta ni hiende los troncos; se limita a pintarlos. No sólo por un respeto ecológico, sino porque a sus ojos es lo que corresponde hacer. Se trata de algo distinto a las traviesas. Aquí las maderas son árboles vivos, que habitan en su medio natural: no están gastadas por el uso ni impregnadas de humanidad.

El bosque tiene también un origen aparentemente casual. La idea le vino en uno de sus largos paseos por el bosque, en compañía de sus esposa, Mari Luz. El dice que, mentalmente, lo empezó a pintar hace mucho tiempo, y estoy seguro de que podemos creerlo: al fin y al cabo, el pintor pinta todo lo que encuentra a su paso o cae en sus manos, mental o realmente. De un modo efectivo, que dejase huella externa, El Bosque lo inició hace unos tres años. Hace falta fuerza y valor para atreverse con la naturaleza y también con mucha generosidad y una gran comprensión de lo que es propio de ella y del papel del hombre.

Los temas pintados no son esencialmente distintos a los que encontramos en las traviesas y en los lienzos, aunque se diferencien de ellos por su adecuación a la forma que adopta aquí el material. Como en las traviesas, predominan los temas no figurativos, aunque, como allí, las manchas compongan en algunas ocasiones unas figuras esquemáticas que parecen esconderse o correr entre los árboles. Es, éste, momento oportuno para insistir en el marcado dinamismo del arte de Ibarrola, que viene dado por su vigor y por la voluntad de poner de manifiesto que se está llevando a cabo una acción. Mayor interés aún tienen esa figuras cuando vienen a descomponerse y sus cuerpos y miembros aparecen repartidos entre diferentes árboles. De hecho, el que unas pinturas sean figurativas o no, es irrelevante, porque todo viene a ser lo mismo. Algunos temas abstractos pueden también estar repartidos entre diferentes troncos. Uno de los motivos de interés, consiste en que la visión, naturalmente, varía según la posición del espectador, y en ello hemos de ver el carácter dinámico de este arte. El bosque se llena de pronto de ojos, que nos miran: ojos que se mueven al movernos nosotros.

El Bosque pintado, como ocurría antes de pintarlo, cambia constantemente. Las posibilidades que esto ofrece las lleva Ibarrola al extremo: por ejemplo, traza una sola franja, de color blanco, de 90 metros de larga, que recorre varios troncos. Desde esa posición inicial, la continuidad de la linea se mantiene; cuando nos movemos, la raya se quiebra, adoptando diferentes imágenes, diferentes rupturas. El arte nos invita a que nos desplacemos. Los árboles y las pinturas crean un ámbito tridimensional, en el que queda inserto el espectador.

Es interesante dar algunos ejemplos concretos, pero lo impresionante e El Bosque en su conjunto: es decir, hallarse en él hasta abarcarlo en su totalidad. Por el camino encontramos muchas cosas sorprendentes. Un pino caído es aprovechado para pintar sobre él una franja blanca; a continuación se trazan otras, blancas también, en árboles vecinos, de modo que se crea una franja continua que corta la diagonal del tronco caído. Un grupo numerosos de árboles aparecen de pronto con unas manchas y ramitas de las que, al principio sólo podemos decir que nos gustan; luego distinguimos unas manos pintadas y adivinamos que las ramitas blancas simbolizan la lluvia radioactiva. Esta lluvia no está pintada en este grupo de árboles por casualidad: allá al fondo se divisa la ciudad real de Guernica, la que fue arrasada totalmente, como anuncio de lo que sucedería en Hirosima y Nagasaki. Como confirmándolo, a un lado, vemos un caballo con una lanza clavada, como en el cuadro de Picasso. En otro punto del bosque, como contrapunto a esta escena: el beso que se dan, si nos situamos en el lugar adecuado, los labios pintados de árboles vecinos.

El tema de El Bosque de cartón, realizado en los tres últimos años, y terminado ya, es la amenaza nuclear. Ibarrola no puede, ni tiene por qué, renunciar a considerar que el arte está estrechamente vinculado al mundo real. Por esto, ante estos grandes telares, como de una escenografía épica, la atención se desdobla: nos impresiona lo que nos dice y la manera de cómo se nos dice. Según nos adentramos en esta extraordinaria tramoya, forma y fondo se funden. El efecto es realmente impresionante. Las figuras que transitan por su interior no son, al decir del artista, verdaderas figuras -es decir, no se tiene el propósito de subrayar su presencia como tales-. El prefiere poner de relieve el carácter de «espacios imposibles» que tienen los de este Bosque. Y queda claro, en efecto, que no se está manipulando una imagen, sino un espacio real. Es lo mismo que ocurría en El Bosque. También aquí el espectador ha de introducirse y quedar inmerso en este «espacio imposible». El hecho de que éste y los materiales sean artificiales, obra enteramente del hombre, distingue este Bosque del otro. Como confirmando el contraste con el mundo natural, que nunca pierde las connotaciones paradisiacas, aquel Bosque está vacío de seres reales -salvo eventuales paseantes-espectadores-, mientras que el de cartón está conceptualmente lleno de criaturas humanas, amenazadas. Lo lógico es que los muros, los planos de marcado geometrismo -que hayamos en toda su obra-, nos produzcan sensaciones de presión y angustia y que las bocas no sean propicias para el beso sino para el grito. Pero, como en el otro Bosque, aquí se juega con el trompe l’oeil, con la imagen pintada y la utilización del soporte como elemento de expresión y de manipulación estética. Los colores no connotan la alegría y la libertad de El Bosque natural; los predominantes son el negro del dibujo y el blanco, además del propio material.

Todos estos Bosques, como todos los mundos de Agustín Ibarrola, son en realidad uno solo. Y, como en el real de cada día, lo real y lo ficticio, en este caso lo pintado, nos permiten jugar, aunque tengamos la sensación de que también se está jugando con nosotros. Agustín Ibarrola sabe plantearlo y resolverlo todo de manera personal, con valentía y osadía, que logran finalmente su objetivo. Lo que este gran artista vasco pone en juego es indudablemente arte, de gran ambición, y al mismo tiempo, como toda creación de verdadera altura, es también mucho más. Todo ello tiene ahora ocasión de constatarlo el espectador por sí mismo. Tengo la seguridad de que, después del largo paseo al que nos invita Agustín Ibarrola, saldrá enriquecido y, posiblemente, habrá ensanchado su concepción del arte.


(1) A. Ibarrola: Biblioteca pintores y escultores vascos de ayer, hoy y mañana. La Gran Enciclopedia Vasca, Col. I, Fascículo 4, pág. 126. Bilbao, 1973.