La pintura de Agustín Ibarrola, tan popular y a la vez universal, es una aproximación penetrante de la vida y de la sociedad que le ha rodeado, de la energía del pueblo del que forma parte. Su obra es una visión irreversible de los acontecimientos que han formado y formulado nuestros últimos treinta años.

La narrativa de Ibarrola consiste, asimismo, en la transposición de una realidad específica, el de ese microcosmos rural-medio fabril en el que vivió en el despertar de su adolescencia.

En sus propias palabras: Yo no voy más allá que lo que las circunstancias de mi propio pueblo están dando de sí”, (Hierro, 10-2-1972). Por ello mismo, por la búsqueda de la raíz oculta, la pintura de Agustín Ibarrola, como la poesía de García Lorca, transciende del ámbito concreto y se universaliza.

La iconografía del obrero como ángel fieramente humano remite a la visión del paisaje de Vázquez Díaz y del linealismo artetiano que impregnaban los primeros trabajos de Agustín Ibarrola.

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Se nutre, además, del acento expresionista visto en Goya, de la trama mural propia de los autores mejicanos que dura toda la década de los cincuenta, así como de las indagaciones espaciales paralelas a partir de los contactos parisinos, y de las ceras a las xilografías a partir de 1962.

Visión artística y recorrido personal

Utilizando todos estos códigos artísticos, el artista vasco ha mantenido desde el principio un lenguaje personal, de perfecta sintaxis, con dominio del oficio, sincero testimonio de su vida y de su circunstancia.

Con la cita de la visión monocroma de Picasso, presentada en el Museo de Bilbao de 1979 (Agustín Ibarrola: mural articulado. Bilbao, Museo de Bellas Artes de Bilbao, 7 – 27 noviembre 1979), cerró un periodo de su praxis pictórica y comenzó una nueva trayectoria con sus clases en la escuela de Bellas Artes y sus trabajos con las viejas traviesas de ferrocarril.

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De nuevo, se ocupó del análisis de ritmos espaciales de líneas y superficies montadas o creadas sobre esas maderas trasladándolo a las traviesas, a los pinos y árboles alrededor del caserío, cuestionando las superficies de color, no en un lienzo, sino en la propia naturaleza, colocadas como figuras, mensajes o interrogaciones en los árboles de las laderas de Ereño.

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Pasando de la penumbra y lugar cerrado del bosque a los claros, a la luz y al aire, que prolongan las investigaciones sobre la curva, dibujada o cortada en papel, al aire libre, en las telas que se curvan contra el azul del cielo, en sus juegos cóncavo-convexo producidos por el viento en la iconográfia picassiana.

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